miércoles, 31 de marzo de 2010

LO QUE NO ME GUSTA

NO ME GUSTA VER PASAR el tiempo tan rápidamente; sentir que de pronto fotocopio los días; sentarme a esperar a ver si por casualidad el orden inalterable de las cosas se conmueve y tolera un pequeño desliz en las cuentas, una sonrisa de más, un tímido temblor que justifique que uno esté vivo, aunque se trate de un lunes o de un martes. No me gusta levantarme con el corazón lleno de legañas y las manos vacías de estupor. Sospechar que en ocasiones he hecho del amor una costumbre. Una pequeña rutina. Una singular estafa. Sentir que me olvido con facilidad asombrosa de lo que quiero ser, de que por "h" o por "b" siempre termino aplazando esa cita para hablar conmigo misma y recordarme precisamente lo que no me gusta.
No me gusta mirar por encima del hombro al prójimo, aunque el prójimo evite coincidir con mis ojos y mis ojos lo comtemplen tan pequeño y tan solo. No me gusta ningunear la estatura de un alma que no conozco, imaginar que tras esa cortina que nunca se descorre en realidad no hay más que una miseria que no me pertenece. No me gusta haberme acostumbrado a prescindir de los silencios para explicar mis letanías, mi confusión, mi extrañeza; emplear la palabra como si fuera un mero utensilio, desnudarla de todo su valor, de su magia, de su poesía para vestir mis verdades de torpes argumentos. No me gusta pasar de largo ante la tristeza ajena, emprender la huida cuando me reclaman, tolerar que crezca esta vocación de cerrar puertas, elaborar estrategias para que no me duela el dolor. No me gusta.
No me gusta nadar y guardar la ropa. Sentirme con la obligación de jugar a complacer, a esconder, a mostrar, a callar, a olvidar, a juzgar, a condenar. No me gusta simplificar las opiniones que no comparto, invalidar los sentimientos que me sobrepasan, burlarme de las fobias del vecino, ignorar mis propios miedos. Pero, sobre todo, lo que no me gusta desde que era muy pequeña es tener que besar a las visitas.

martes, 16 de marzo de 2010

Lágrimas


Ruedan lentas, cosquilleantes, inseguras. Bellas.
Por la mejilla izquierda se deslizan
cual corriente precipitada que se abre camino
a través de la piel sensible, hiriente, que recuerda.
Sin embargo, a la derecha le cuesta.
Le cuesta no retener la tristeza.
Dejarla ir sin más.
Liberar el curso de este dolor
casi siempre invisible. Nuevo hasta para ella.
Por su rostro cansado las veo descolgarse como de un trapecio.
Una a una caen sin red.
Son antiguas.
Lágrimas de años de vida,
de años de sueños,
de años de olvido,
de años de lucha.
No son iguales a las mías.
Ni tan siquiera parecidas.
Vienen de un lugar más adentro
que el propio centro de uno mismo.
Y me desconciertan.
Me inquietan.
Me confunden.
Me desbordan.
Intento borrarlas.
Como si mis manos fueran el parabrisas de un coche
en una tarde de fuerte lluvia que desaloja rápidamente,
lateralmente, tanta precipitación.
Sin embargo, se mojan mis manos.
Se empapan mis manos de simplicidad.
Mis manos apresan esta humedad que viene de otro sitio
remoto y me habla de cosas que aún no entiendo.

martes, 2 de marzo de 2010

Finalmente, ella

ELLA ME MIRA. Medita mi presencia, que a su silencio se le antoja inesperada. Finalmente sonríe. De golpe se ilumina su rostro claro, y recuerda mi nombre, mi origen, mi infancia amarrada al patio de una casa terrera, con la que mi madre sueña casi todas las noches. Yo sé que ella se está yendo. Que los días son en este instante una sucesión de leves despedidas. Que este pulso contra el tiempo que mantenemos todos sin excepción posible es una batalla perdida. Así es la vida, un prolongado suspiro al que nos aferramos los que tenemos miedo a quedarnos solos, sin esa referencia antigua, primera, básica como el sustento o como el aire.
Yo la recorro. Me demoro en sus manos, que de un tiempo a esta parte parecen alimentarse de ternura, de gestos de amor almacenados. Observo curiosa su semblante, extrañamente vivo e infantil, que gesticula entusiasta, despojado de espejos. Desde el almacén de su memoria va rescatando retales de vida. Deshilvana hechos que fueron hace tiempo y entreteje con ellos historias que no han sido. Transita espontánea y sin reparos entre la tristeza y la alegría, como si se tratase de un camino de ida y vuelta que conduce siempre a un lugar distinto. Y habla y habla, como nunca lo hizo, de mi querida abuela, del dolor sin bálsamo, de las ausencias calladas, de cómo eran las cosas antes, de lo bien que sabe la comida cuando se cocina con amor, de los hombres, de las mujeres, y de los niños. Sobre todo de los niños... ¿Por qué será?
Yo escucho su voz casi irreconocible, al borde de la afonía. Con más afán que nunca intento retener todas sus recetas, todos sus sueños, todas sus angustias mientras me detengo en sus ojos, hermosos y grises, como determinados cielos, como ciertos días...