martes, 1 de julio de 2008

Ángel González



Ha sido una noche larga. Una noche a punto de parir su blancura total, rompiendo aguas sobre un cielo oscilante entre el azul y el gris, entre la calma y la tormenta. Ha sido una noche antigua, transitada por viejos fados y recurridas estrategias para irse a dormir y soñar bien, con la inconciencia plena, como deben ser soñados los sueños. Ha sido está una noche de magia repetida, de coincidencias casi imposibles, de efemérides olvidadas que rescato sin pretenderlo.
Navego a través del mar virtual de mi pantalla y llego a Pedro Páramo. Me detengo un rato en la mirada en blanco y negro de Juan Rulfo, tan extraños sus ojos como los cuadros de Frida, que señalan siempre una herida abierta en el mismo paisaje. Y no sé por qué extraño atajo termino en Ángel, tras muchos meses de certidumbre, de saber que su cuerpo ha muerto, depués de haber abierto una y otra vez su palabra sobre palabra y recrear mis instantes en su antología de vida, en esos poemas infinitos completamente suyos que yo también poseo. Entregados a él como una amante. Y escribía Ángel González en su cumpleaños que para vivir un año hay que morir muchas veces mucho... ¡Mover el corazón casi cien veces por minuto!
El 12 de enero este poeta, maestro, aprendiz cierto de la vida -como todos los que morimos una y otra vez mientras latimos- dobló las esquinas difíciles de Las Palabras que tanto amó y se adentró en el callejón de Los Silencios amados. Tranquilamente, disoviéndose en el aire cotidiano. Confuso, como todos nosotros.
Seguramente fuese una noche de luna casi harta, a punto de parir su locura, y el aire oliese a sur, a jazmín en la memoria, a camino despejado de certezas, a tango de despedida que, sin embargo queda temblando en la piel como un cante hondo que llama a su duende esquivo, que llega cuando quiere, cuando ya no se espera. Ese duende lorquiano que también visitaba a Ángel para asustarle lo cotidiano, para saltar sobre las sombras de la costumbre malsana, sobre el reino de la razón que nunca llora.
¡Mover el corazón al día casi cien veces por minuto! Mover el corazón sin miedo a que se rompa. Sin miedo, recuerdo: "La soledad es una farol certeramente apredeado, sobre él me sostengo". La soledad, mil veces maldita. Mil veces maldita y condenada. La soledad y el corazón latiendo casi cien veces por minuto. Todos los días.


(Escrito y publicado el 16 de junio de 2008)

No hay comentarios: